SOBRE LA SERVIDUMBRE
VOLUNTARIA
Por Étienne de La Boétie
La famosa imagen de La libertad guiando al pueblo, de
Delacroix es el opuesto de la situación de sometimiento a la tiranía
sobre la que Étienne de La Boétie medita en su notable ensayo Sobre la
servidumbre voluntaria.
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Durante su breve vida,
Étienne de La Boétie (1530 -1563) produjo uno de los textos fundamentales
en la reflexión sobre la libertad. Su inquietud esencial era desentrañar el
porqué los hombre se someten a los tiranos cuando, de unirse, podrían alcanzar
rápidamente su liberación. La cuestión a dilucidar son las razones de la
obediencia voluntaria de los muchos al poderoso: "Si un tirano es un
solo hombre y sus súbditos son muchos, ¿por qué consienten ellos su propia
esclavitud?". Un tema de psicología y filosofía políticas. La Boétie
alentaba la "derrotada de manera automática" de la tiranía si los
hombres se niegan a tolerar su propia esclavitud. La Boétie no era
partidario del tiranicidio, de la muerte física de la persona del tirano,
porque "matar" a un tirano consiste en destruir su poder mediante
el retiro no violento del apoyo o consentimiento a su autoridad. Así, se
mata no a un hombre sino a la tiranía misma. La posición libertaria de La
Boétie en pleno siglo XVI, en el comienzo de las monarquías absolutistas,
es un antecedente del gesto liberador de la ilustración y del Contrato
social de Rousseau, de la resistencia no-violenta y la desobediencia
civil de siglos posteriores.
El Discourse fue escrito alrededor del año 1553. En este siglo se construyeron
los cimientos del llamado "antiguo régimen" del absolutismo
monárquico francés. Era la época del Rey Francisco I.
La Boétie procedía de una familia acomodada; eso le permitió
escapar del analfabetismo, la miseria y la enfermedad que castigaban a
buena parte del pueblo. El hambre era un tremendo flagelo. La Francia del
siglo XVI poseía una población de alrededor de 16 millones de habitantes.
Era entonces la nación más civilizada y populosa en Europa. Con el
propósito de obtener recursos para la guerra, el rey Francisco vendía
títulos a los "nouveaux riche", quienes, mediante el oro,
compraban un lugar en la aristocracia.
El discurso fue escrito cuando
La Boétie era un estudiante de abogacía en la Universidad de Orleáns,
vinculada con los hugonotes y con posturas heréticas. El ensayo surgió
puntualmente como consecuencia de la Revuelta de la Gabela en Bordeaux. La
gabela era un impuesto que se aplicaba sobre la sal, y que era vivamente
rechazado por el pueblo. Esta tensión provocó que los disidentes asesinaran
al director general de la gabela y a dos de sus oficiales. Como castigo, el
gobierno sentenció a muerte a ciento cuarenta personas, azotó a otras, e
impuso desaforadas multas.
Espoleado por estos hechos, La Boétie se preguntó por las
condiciones que permiten que uno solo someta a los muchos. Las principales
causas de esta situación las encontraba el joven jurista galo en la
manipulación de la educación por los poderosos para estimular el olvido del
don de la libertad. Y en la estimulación de costumbres de juegos y
prácticas, que también disipan el natural apego del hombre a la vida libre.
El texto del joven La Boétie llega a la actualidad luego de muchas
peripecias, en su tiempo, vinculadas con la censura. En este momento de
Textos olvidados de Temakel, presentamos tres momentos claves del Discourse.
La meditación de La Boétie es especialmente pertinente para pensar la
posible continuidad de las formas de destrucción de la conciencia y de la
real práctica de la libertad en el mundo moderno.
SOBRE LA SERVIDUMBRE
VOLUNTARIA
Por Étienne de La Boétie
1. El valor de la libertad.
"No veo un bien en la soberanía
de muchos; uno solo sea amo, un solo sea rey". Así hablaba en público
Ulises, según Homero. Si hubiera dicho simplemente: "No veo bien
alguno en tener a varios amos", habría sido mucho mejor. Pero, en
lugar de decir, con más razón, que la dominación de muchos no puede ser
buena y que la de uno solo, en cuanto asume su naturaleza de amo, ya suele
ser dura e indignante, añadió todo lo contrario: "Uno solo sea amo,
uno solo sea rey".
No obstante, debemos perdonar a
Ulises quien, entonces, se vio obligado a utilizar este lenguaje para
aplacar la sublevación del ejercito, adaptando, según creo, su discurso a
las circunstancias más que a la verdad. Pero, en conciencia, ¿acaso no es
una desgracia extrema la de estar sometido a un amo del que jamás podrá
asegurarse que es bueno porque dispone del poder de ser malo cuando quiere?
Y, obedeciendo a varios amos, ¿no es tantas veces más desgraciado? No
quiero, de momento, debatir tan trillada cuestión: a saber, si las otras
formas de república son menores que la monarquía. De debatirlas, antes de
saber que ligar debe ocupar la monarquía entre las distintas maneras de
gobernar la cosa pública, habría que saber si hay incluso que concederle un
lugar, ya que resulta difícil creer que haya algo público en su gobierno en
el que todo es de uno.
De momento, quisiera tan sólo
entender como pueden tantos hombres, tantos pueblos, tantas ciudades, tantas
naciones soportar a veces un solo tirano, que no dispone de más poder que
el que se le otorga, que no tienen más poder para causar perjuicios que el
que se quiera soportar y que no podría hacer daño alguno de no ser que se
prefiera sufrir a contradecirlo. Es realmente sorprendente -y, sin embargo,
tan corriente que deberíamos más bien deplorarlo que sorprendernos- ver
como millones y millones de hombres son miserablemente sometidos y
sojuzgados, la cabeza gacha, a un deplorable yugo, no porque se vean obligados
por una fuerza mayor, sino, por el contrario, porque están fascinados y,
por decirlo así, embrujados por el nombre de uno, al que no debería ni
temer (puesto que está solo), ni apreciar (puesto que se muestra para con
ellos inhumano y salvaje).
¡Grande es, no obstante, la debilidad
de los hombres! Obligados a obedecer y a contemporizar, divididos y
humillados, no siempre pueden ser los más fuertes. Así pues, su una nación,
encadenada por la fuerza de las armas, es sometida al poder de un solo (como
la ciudad de Atenas a la dominación de los treinta tiranos), no deberíamos
extrañarnos de que sirva, debemos tan solo lamentar su servidumbre; mejor
dicho, no deberíamos no extrañarnos ni lamentarnos, sino más bien llevar el
mal con resignación y reservarnos para un futuro mejor.
Nuestra naturaleza es tal que
los deberes cotidianos de la amistad absorben buena parte de nuestras
vidas. Es natural amar la virtud, estimar las buenas acciones, agradecer el
bien recibido e incluso, con frecuencia, reducir nuestro bienestar para
mejorar el de aquellos a quienes amamos y que merecen ser amados. Así pues,
si los habitantes de un país encuentran entre ellos a uno de esos pocos
hombres capaces de darles reiteradas pruebas de su predisposición a
inspirarles seguridad, gran valentía en defenderlos y gran prudencia en
guiarlos; si se acostumbraran paulatinamente a obedecerle y a confiar tanto
en él como para concederle cierta supremacía, creo que sería preferible
devolverle al lugar donde hacia el bien que colocarlo allí donde es muy
probable que haga el mal. Empero, es al parecer muy normal y muy razonable
mostrarse buenos con aquel que tanto bien nos ha hecho y no temer que el
mal nos venga precisamente de él.
Pero, ¡oh, Dios mío!, ¿qué
ocurre? ¿Cómo llamar ese vicio, ese vicio tan horrible? ¿Acaso no es
vergonzoso ver a tantas y tantas personas, no tan sólo obedecer sino
arrastrarse? No ser gobernados, sino tiranizados, sin bienes, ni parientes,
ni mujeres, ni hijos, ni vida propia. Soportar saqueos, asaltos y crueldades,
no de un ejército, no de una horda descontrolada de bárbaros contra la que
cada uno podría defender su vida a costa de su sangre, sino únicamente de
uno solo. No de un Hércules o de un Sansón, sino de un único hombrecillo,
las más de las veces el más cobarde y afeminado de la nación, que ni
siquiera husmeado una sola vez la pólvora de los campos de batalla, sino a
pensar la arena de los torneos, y que es incapaz no solo de mandar a los
hombres, sino también de satisfacer a la más miserable mujerzuela.
¿Llamaremos eso cobardía? ¿Diremos que los que se someten a semejante yugo
son viles y cobardes? Si dos, tres y hasta cuatro hombres ceden, uno, nos
parece extraño, pero es posible; en este caso, y con razón, podríamos decir
que les falta valor. Pero si cien, miles de hombres se dejan someter por
uno solo, ¿seguiremos diciendo que se trata de falta de valor, que no se
atreven a atacarlo, o mas bien que, por desprecio o desdén, no quieren
ofrecerle resistencia? En fin, si viéramos, ya no a cien ni a mil hombres,
sino cien países, mil ciudades, a un millón de hombres negarse a atacar, a
aniquilar al que, sin reparos, los trata a todos como a siervos y esclavos,
¿cómo llamaríamos a eso? ¿Cobardía? Es sabido que hay un límite para todos
los vicios que no se pueden traspasar. Dos hombres, y quizás diez, pueden
temer a uno. ¡Pero que mil, un millón, mil ciudades no se defiendan de uno,
no es ni siquiera cobardía! Asimismo, el valor no exige que un solo hombre
tome de asalto una fortaleza, o se enfrente a un ejército, o conquiste un
reino. Así pues, ¿qué es ese monstruoso vicio que no merece siquiera el
nombre de cobardía, que carece de toda expresión hablada o escrita, del que
reniega la naturaleza y que la lengua se niega a nombrar?
Que se pongan a un lado y a
otro a mil hombres armados, que se les prepare para atacar, que entren en
combate, unos luchando por su libertad, los otros para quitársela: ¿que de
quienes creéis que será la victoria? ¿Cuáles se lanzarán con más gallardía
al campo de batalla: los que esperan como recompensa el mantenimiento de su
libertad, o los que no pueden esperar otro premio a los golpes que asestan
o reciben que la servidumbre del adversario? Unos llevan siempre como
bandera la felicidad similar en el porvenir; no piensan tanto en las
penalidades y en los sufrimientos momentáneos de la batalla como en todo
aquello que, si fueran vencidos, deberían soportar para siempre, ellos, sus
hijos y toda la posteridad. Los otros, en cambio, no tienen mayor incentivo
que la codicia, que, con frecuencia, se mitiga ante el peligro y cuyo
ficticio ardor se desvanece con la primera herida. En batallas tan famosas
como las de Milcíades, Leónidas y Temistocles que tuvieron lugar hace dos
mil años y que están tan frescas en la memoria de los libros y de los
hombres como si acabaran de celebrarse, ¿qué dio -para mayor gloria de
Grecia y ejemplo del mundo entero- a tan reducido número de griegos, no el
poder, sino el valor de contener aquellas formidables flotas que el mar
apenas podía sostener, de luchar y vencer a tantas naciones, cuyos
capitanes enemigos todos los soldados griegos juntos no habrían podido
rivalizar en número? En aquellas gloriosas jornadas, no se trataba tanto de
una batalla entre griegos y persas como de la victoria de la libertad sobre
la dominación, de la generosidad sobre la codicia" (*).
2. El sometimiento es consentido.
...Para obtener el bien que desea, el
hombre emprendedor no teme el peligro, ni el trabajador sus penas. Sólo los
cobardes, y los que ya están embrutecidos, no saben soportar el mal, ni
obtener el bien con el que se limitan a soñar. La energía de ambicionara
ese bien les es arrebatada por su propia cobardía; no les queda más que
soñar con poseerlo. Ese deseo, esa voluntad innata, propia de cuerdos y
locos, de valientes y cobardes, les hace ansiar todo aquello cuya posesión
les hará sentirse felices y satisfechos. Hay, no obstante, una cosa, una
sola, que los hombres, no sé por qué, no tiene siquiera la fuerza de
desear: la libertad, ese bien tan grande y placentero cuya carencia causa
todos los males; sin la libertad todos los demás bienes corrompidos por la
práctica cotidiana de la servidumbre pierden por completo su gusto y su
sabor. Los hombres sólo desdeñan, al parecer, la libertad, porque, de lo
contrario, si la desearan realmente, la tendrían. Actúan como si se negara
a conquistar tan precioso bien únicamente porque se trata de una empresa
demasiado fácil.
¡Pobres miserables gentes, pueblos
insensatos, naciones obstinadas en vuestro propio mal y a ciegas a vuestro
bien! Dejáis que os arrebaten, ante vuestras mismas narices, la mejor y mas
clara de vuestras rentas, que saqueen vuestros campos, que invadan vuestras
casas, que las despojen de los viejos muebles de vuestros antepasados.
Vivís de tal suerte que ya no podéis vanagloriaros de que lo vuestro os
pertenece. Es como si considerárais ya una gran suerte el que os dejen tan
solo la mitad de vuestros bienes, de vuestras familias y de vuestras vidas.
Y tanto desastre, tanta desgracia, tanta ruina ni proviene de muchos
enemigos, sino de un único enemigo, aquél a quien vosotros mismos habéis
convertido en lo que es, por quien hacéis con tanto valor la guerra y por
cuya grandeza os jugáis constantemente la vida en ella. No obstante, ese
amo no tiene más que dos ojos, dos manos, un cuerpo, nada que no tenga el
último de los hombres que habitan e nuestras ciudades. De lo único que
dispone además de los seres humanos es de un corazón desleal y de los
medios que vosotros mismos le brindáis para destruiros. ¿De dónde ha sacado
tantos ojos para espiaros si no de vosotros mismos? Los pies con los que
recorre vuestras ciudades, ¿acaso no son también los vuestros? ¿Cómo se
atrevería a imponerse a vosotros si no gracias a vosotros? ¿Qué mal podría
causaros si no contara con vuestro acuerdo? ¿Qué daño podría haceros si
vosotros mismos no encubriérais al ladrón que os roba, cómplices del
asesino que os extermina y traidores de vuestra condición? Sembráis
vuestros campos para que él los arrase, amuebláis y llenáis vuestras casas
de adornos para abastecer sus saqueos, educáis a vuestras hijas para él
tenga con quien saciar su lujuria, alimentáis a vuestros hijos para que él
los convierta en soldados (y aún deberán alegrarse de ello) destinados a la
carnicería de la guerra, o bien para convertirlos en ministros de su
codicia o en ejecutores de sus venganzas. Os matáis de fatiga para que él
pueda remilgarse en sus riquezas y arrenallarse en sus sucios y viles
placeres. Os debilitáis para que él sea más fuerte y más duro, así como
para que os mantenga a raya más fácilmente.. Podrías liberaros de
semejantes humillaciones -que ni los animales soportarían- sin siquiera
intentar hacerlo, únicamente queriendo hacerlo. Decidíos, pues, a dejar de
servir, y seréis hombres libres. No pretendo que os enfrentéis a él, o que
lo tambaleéis, sino simplemente que dejéis de sostenerlo. Entonces vereéis
cómo, cual un gran coloso privado de la base que lo sostiene, se desplomará
y se romperá por sí solo. (*)
3. La servidumbre por el imperio de
la educación y la astucia de la tiranía.
...Nadie
se lamenta de no tener lo que jamás tuvo, y el pesar no viene jamás sino
después del placer y consiste siempre en el conocimiento del mal opuesto al
recuerdo de la alegría pasada. La naturaleza del hombre es ser libre y
querer serlo. Pero también su naturaleza es tal que, de una forma natural,
se inclina hacia donde le lleva su educación.
Digamos,
pues, que en el hombre, todas las cosas son naturales, tanto si se cría con
ellas como si acostumbra a ellas. Pero solo le es innato aquello a lo que
su naturaleza, en estado puro y no alterada, le conduce. Así pues, la
primera razón de la servidumbre voluntaria es la costumbre, al igual que
las mas bravos caballos rabones (caballos de crín y orejas cortadas) que,
al principio, muerden el freno que, luego, deja de molestarlos y que, si
antes coceaban al notar la silla de montar, después hacen alarde los
arneses y, orgullosos, se pavonean bajo la armadura. Se dice que ciertos
hombres han estado siempre sometidos y que sus padres ya vivieron así. Pues
bien, estos piensan que les corresponde soportar el mal, se dejan embaucar
y, con el tiempo, eran ellos mismos las bases de quienes les tiranizan.
Pero el tiempo jamás otorga el derecho de hacer el mal, aumenta por el
contrario la ofensa. Siempre aparecen algunos, más orgullosos y más
inspirados que otros, quienes sostienen el peso del yugo y no pueden evitar
sacudírselo, quienes jamás se dejan domesticar, ante la sumisión y quienes,
al igual que Ulises, a quien nadie ni nada detuvo hasta volver a su casa,
no pueden dejar de pensar en sus privilegios naturales y recordar a sus
predecesores y su estado original. Son estos los que, al tener la mente
despejada y el espíritu clarividente, no se contenta, como el populacho,
con ver la tierra que pisan, sin mirar hacia adelante ni hacia atrás.
Recuerdan también las cosas pasadas para juzgar las del porvenir y ponderar
las presentes. Son los que, al tener de por si la mente bien estructurada,
se han cuidado de pulirla mediante el estudio y el saber. Esto, aun cuando
la libertad se hubiese perdido irremediablemente, la imaginarían, la
sentirían en su espíritu, hasta gozarían de ella y seguirían odiando la
servidumbre por más y mejor que se le encubriera.
El Gran Turco
se dio cuenta de que los libros y la sana doctrina proporciona a los
hombres más que cualquier otra cosa, el sentido de su dignidad como
personas y el odio por la tiranía, de modo que no tiene en sus tierras a
muchos sabios, ni tampoco los solicita. Y, en cualquier otro lugar, por
elevado que sea el número de fieles a la libertad, su celo y el amor que le
prodigan permanece pese a todo su efecto porque no logran entenderse entre
ellos. Las libertad de actuar, hablar y de pensar les está casi totalmente
vetada con el tirano y permanecen aislados por completo en sus
fantasías.
(...) Pero esa
astucia de los tiranos, que consiste en embrutecer a sus súbditos, jamás
quedó tan evidente como en lo que Ciro hizo a los lidios, tras apoderarse
de Sardes, capital de Lidia, al apresar a Creso, el rico monarca y hacerlo
prisionero. Le llevaron la noticia de que los habitantes de Sardes se
habían sublevado. Los habría aplastado sin dificultad inmediatamente; sin
embargo, al no querer saquear tan bella ciudad, ni verse obligado a
mantener un ejército para imponer el orden, se le ocurrió una gran idea
para apoderarse de ella: montó burdeles, tabernas y juegos públicos, y
ordenó que los ciudadanos de Sardes hicieran uso libremente de ellos. Esta
iniciativa dio tan buen resultado que jamás hubo ya que atacar a los lidios
por la fuerza de la espada. Estas pobres y miserables gentes se distrajeron
de su objetivo, entregándose a todo tipo de juegos; tanto es así que de ahí
proviene la palabra latina (para los que nosotros llamamos pasatiempos). Ludi
que, a su vez, proviene de Lydi. No todos los tiranos han expresado
con tal énfasis, su deseo de corromper a sus súbditos. Pero lo cierto es
que lo que éste ordenó tan formalmente, la mayoría de los otros han hecho
ocultamente. Y hay que reconocer que esta es la tendencia natural del
pueblo, que suele ser más numeroso en las ciudades; desconfía de quien le
ama y confía en quien lo engaña. No creáis que ningún pájaro cae con mayor
facilidad en la trampa, ni pez alguno muerde tan rápidamente el anzuelo como
esos pueblos que se dejan atraer con tanta facilidad y llevar a la
servidumbre por un simple halago, o una pequeña golosina. Es realmente
sorprendente ver cómo se dejan ir tan aprisa por poco que se les dé coba.
Los tragos, los juegos, las farsas, los espectáculos, los gladiadores, los
animales exóticos, las medallas, las grandes exhibiciones y otras drogas
eran para los pueblos antiguos los cebos de la servidumbre, el precio de su
libertad, los instrumentos de la tiranía.(*)
(*) Fuente: Todos los pasajes en Étienne de La Boétie, "El discurso de la
servidumbre voluntaria", Barcelona, ed. Tusquets.
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