
Tras la
sentencia del «procés» (14/10/2019), que condena por sedición y otros delitos a
nueve exaltos cargos de la Generalidad, Cataluña ha sufrido una semana de disturbios
ocasionados por grupos violentos afines al independentismo. Los desórdenes se vienen
repitiendo los fines de semana y todo nos hace pensar que la insurrección, convenientemente
estimulada desde los poderes autonómicos, va a persistir en el tiempo.
Desde un punto de vista teorético, presenciamos la pugna entre el Estado español, que aspira a mantener el statu quo político y un «aspirante» a Estado catalán, que desea la soberanía. Los líderes políticos de ambas facciones alegan sendas justificaciones: unos, la legalidad constitucional vigente (art. 2:
«…indisoluble unidad de la Nación Española»); y otros, la legitimidad de realizar una consulta secesionista y, en su caso, alcanzar la independencia.
Según
la filosofía liberal, la libertad política reside en el derecho de asociación
política de una comunidad y su corolario es el derecho de disociación política;
análogamente, el derecho al divorcio es el corolario del derecho a contraer
matrimonio. Los Estados son entes iliberales: no reconocen legalmente el
principio de disociación política. Además, el Estado es la última instancia
decisora sobre un territorio dado donde monopoliza la violencia legal. Por
ello, si la secesión política no es una opción constitucional, la única salida de
una disputa soberanista es la violencia. La mayoría de secesiones políticas se
ha producido violentamente, contándose pocas excepciones: Checoslovaquia se
dividió pacíficamente, en 1993; el Principado de Liechtenstein admite
constitucionalmente la secesión política de sus once municipios y los gobiernos
de Canadá y Reino Unido han permitido referendos sobre la independencia de
Quebec (1980, 1995) y Escocia (2015), respectivamente.
España no es una excepción a la norma y, hoy por hoy, cualquiera que sea el resultado del conflicto catalán, sólo puede quedar un vencedor y un vencido. Asumamos, a efectos dialécticos, que la población catalana tiene dividida su lealtad nacional al 50%. Si el Estado español mantiene el statu quo político, la mitad de la población catalana se verá privada de libertad política. La propuesta de recuperar las competencias (educación, cultura, etc.) para, a largo plazo, recuperar los «afectos perdidos» con España, no nos parece plausible. Cambiar la lealtad nacional puede ser tan difícil como cambiar la lealtad a nuestro equipo de fútbol. Por otro lado, si Cataluña se independiza, la otra mitad de catalanes, que desea seguir siendo español, también quedará privada de libertad política. ¿Existe alguna solución que pueda contentar a ambas partes?
El
profesor Bruno Frey (2005)
propone una innovación política que podría mitigar el problema: «Jurisdicciones
Funcionales, Solapadas en Competencia» (JFSC). La idea consiste en modificar la
organización del Estado para introducir modelos políticos e institucionales que
imiten el funcionamiento del mercado. Hay un triple objetivo. Primero, dotar al
ciudadano de más poder para influir en la oferta política. Segundo, reducir los
costes –«salida» y «voz»– derivados de la insatisfacción de los individuos con
su gobierno (Hirschman,
1978). Y tercero,
introducir más competencia entre las diferentes administraciones públicas para
que sus servicios se ajusten más a las preferencias de los votantes.
Definamos las características de las
JFSC:
a) Jurisdicciones: las
unidades políticas (regiones, provincias, municipios) son gobiernos con
capacidad normativa, fiscal y coactiva para hacer cumplir sus mandatos.
b) Funcionales: la unidad
política se extiende sobre un área donde realiza ciertas funciones; por
ejemplo, en un municipio grande serían: orden público, tráfico, recogida de
residuos, etc. Una entidad regional podría gestionar educación, sanidad,
transportes, etc. Y una confesión podría ofrecer servicios religiosos,
educativos y sociales en espacios aún mayores.
c) Solapadas: varias
jurisdicciones pueden ofrecer sus servicios en un mismo territorio; por
ejemplo, en una misma ciudad una persona necesitada puede pedir ayuda a la Cruz
Roja (organización gubernamental), Cáritas (Iglesia católica), Ayuntamiento,
Diputación o Comunidad Autónoma. Estas redundancias son habitualmente tachadas
de «ineficientes», sin embargo, suponen beneficiosas alternativas para los
consumidores.
d) Competencia: los
individuos y las unidades políticas pueden elegir un gobierno al que
adscribirse y poseen mecanismos de decisión vía iniciativas y referendos. Se reconoce,
por tanto, el principio liberal de asociación y disociación política (Kukathas,
2019: 183).
En la actualidad, los ciudadanos
tienen pocas alternativas y escasos medios para influir en sus gobiernos; y lo
que es peor, la centralización política hace que la regla democrática de la
mayoría deje insatisfechas a minorías importantes (millones de personas). ¿Sería
posible aplicar la propuesta de Frey a Cataluña?
Se
podría reconocer el principio de libertad política (asociación y disociación) al
nivel institucional más bajo posible: el municipio. Se organiza un referendo de independencia «en»
Cataluña donde se acata el resultado a nivel municipal; tras la consulta, el
territorio es un mosaico de municipios catalanes y españoles, cada uno sujeto a
las leyes de sus respectivos Estados. La discontinuidad territorial de un
Estado no le impide ejercer correctamente sus funciones. Hay muchos ejemplos de
enclaves, incluidas las embajadas, que lo atestiguan. En este escenario sigue
habiendo dos monopolios estatales, pero al reducir la escala, el número de
ciudadanos satisfechos con su nacionalidad aumenta. Además, los costes de
«salida» y «voz» se reducen. Quienes posean un fuerte sentimiento nacional
(español o catalán) y, tras la consulta hayan quedado residiendo en un
municipio «extranjero» tienen dos opciones:
a)
Salida: trasladarse a un municipio próximo adscrito a su Estado
preferido. Si el número de «salidas», en ambos sentidos, es significativo, se
irán afianzando mayorías nacionales en cada municipio.
b)
Voz: los que hayan quedado como «extranjeros» no se mudan,
pero pueden influir (manifestarse, votar) en el resto para revertir el statu quo político, a saber, cambiar de
adscripción nacional mediante futuros referendos; de esta forma se introduce la
competencia política entre ambos Estados.
Una segunda innovación,
compatible con la primera, permitiría contentar a todos: dejemos que cada
individuo elija nacionalidad española o catalana. Sin ánimo de ser exhaustivo,
veamos cómo se resolverían algunas cuestiones prácticas. Impuesto sobre la
renta y seguridad social: cada empresario ingresa las cantidades en la
jurisdicción elegida por cada trabajador (española o catalana) y consume sus
servicios públicos (justicia, sanidad, educación, pensiones). Previamente, se reparten
los activos (y pasivos) según criterios proporcionales (población, territorio) de
tal forma que españoles y catalanes acuden a sus respectivos centros: juzgados,
hospitales, colegios, comisarías, etc. Las autovías y carreteras pueden
repartirse, privatizarse o mancomunarse, según convenga. Cada individuo quedaría
sometido a las leyes de su propia jurisdicción y los conflictos que afecten a
personas de distinta nacionalidad se dirimen mediante criterios que determinan,
en cada caso, qué jurisdicción es la aplicable; por ejemplo, el criterio de
territorialidad implicaría que la jurisdicción aplicable es aquella donde se hubiera
producido el hecho en cuestión. Los pleitos a nivel internacional se solucionan
de esta manera, reconociendo normas de derecho que han probado su eficacia.
Las ventajas, tanto para
las personas como para las empresas, son evidentes porque la competencia
jurisdiccional redunda en mejores servicios y menores impuestos. El obstáculo principal
es que los políticos odian todo aquello que reduzca su poder, y aún en el caso
de que las JFSC se implantaran, nada impediría que los competidores (Estados
español y catalán) se cartelizaran para «armonizar» políticas en perjuicio de
los contribuyentes, tal y como sucede con la Unión Europea.
La mayor incógnita es cómo las JFSC podrían llegar a materializarse. La propuesta de Bruno Frey otorga más poder a los ciudadanos y lo resta a los políticos, por tanto, no es de esperar que esta iniciativa provenga de los últimos; al contrario, los que se disputan un monopolio estatal lucharán a muerte hasta que sólo quede uno. En Cataluña, el deterioro de la convivencia es preocupante. La pretensión de sometimiento mutuo entre las partes, bajo la dialéctica del monopolio, sólo puede conducir a la descivilización. Por tanto, la solución más ética y respetuosa con los derechos del individuo es reconocer el principio liberal de asociación y secesión política al nivel más bajo posible: el municipio, como ente territorial, y el individuo, como genuino sujeto de derechos políticos.
Bibliografía:
Frey,
B. (2005). "Functional, Overlapping, Competing Jurisdictions: Redrawing
the Geographic Borders of Administration". European Journal of Law Reform,
Vol. V No. 3⁄4, pp. 543-555.
Hirschman,
A. (1978). "Exit, Voice, and the State". World Politics, Vol. 31, No.
1,
pp.
90-107.
Kukathas, C. (2019). El
archipiélago liberal. Barcelona: Deusto / Instituto Juan de Mariana / Value
School.
0 comentarios:
Publicar un comentario